Es necesario que recordemos cómo se desarrollaban las exequias hasta el Concilio Vaticano II. Como nos dice el liturgista Martínez de Antoñana, “las exequias comprenden el levantamiento del cadáver en la casa mortuoria y su conducción a la iglesia funerante, los Oficios fúnebres celebrados en ésta, el acompañamiento hasta el cementerio y el sepelio”.
El cadáver, una vez lavado y amortajado, se velaba en la casa mortuoria o en otro lugar conveniente sobre paño negro y con velas a los lados con los pies hacia delante, depositado sobre escaño o en el suelo. Como mortaja, además de la sábana o sudario, podía elegirse por el mismo difunto o sus familiares, un hábito religioso o las insignias de sus cargos y títulos. Las Cofradías solían tener el ajuar necesario para ello.
El tiempo de procederse a ellas no podía ser antes de transcurridas veinticuatro horas del fallecimiento ni exceder a tres días, aun en el caso de cadáveres embalsamados. Aunque en caso de necesidad podían celebrarse a cualquier hora del día de la salida del sol hasta su ocaso, se prefería la mañana, para que pudiera celebrarse la misa exequial corpore insepulto, a no ser que la solemnidad del día lo impidiera.
A la familia o herederos del difunto correspondía invitar al clero secular, religiosos o cofradías para que asistieran corporativamente, cuya asistencia es algo común en el mundo católico de la Baja Edad Media y de la Moderna, teniendo que ser aceptados por el párroco, a quien correspondía presidir por Derecho Canónico.
Los servicios religiosos fúnebres, en los que se refleja la jerarquización de la sociedad, salvo en el caso de extrema pobreza, eran remunerados, cuyas tasas eran reguladas por los sínodos diocesanos: entierro en la parroquia, entierro en otra parroquia o convento, número de clérigos asistentes, solemnidad en la celebración.
Se convocaba a los asistentes por especial tañido de campanas, los dobles, que acompañaban todos los ritos funerarios. El orden de precedencia se considera por la mayor proximidad al cadáver. Delante iban, de dos en dos, primero, los cofrades con sus pendones o estandartes, a los que seguían los acólitos (cruciferario llevando la Cruz alzada de la iglesia funerante, ceroferarios y el del acetre e hisopo) y el clero, primero el regular y después el secular, cerrado por el preste. Los fieles iban detrás del féretro.
Los clérigos, revestidos de sobrepelliz y, según la solemnidad, de capa pluvial negra (sólo el preste llevaba estola), solían llevar cetros o pértigas o cirios y velas, que portaban también los cofrades que participaban, preocupación importante debido a su alto coste. Por lo común la cera era de color tiniebla o amarilla, aunque en el caso de alguna Hermandad se habla de cera blanca, más costosa.
En el traslado del cadáver, siempre por el camino más corto, a hombros, en parihuelas a mano o en carroza fúnebre con los pies hacia delante, aun en el caso de ser presbítero, el féretro se cubría con paño negro, que podía estar adornado de una cruz encarnada o morada y emblemas fúnebres. Habiéndose realizado el levantamiento del cadáver, se organizaba el cortejo en el mismo orden. En el camino se cantaba el salmo Miserere en tono primero, y los graduales y penitenciales, si fuere necesario, en modo segundo gregoriano.
A la entrada de la iglesia se cantaba el responsorio Subvenite y los clérigos se retiraban al coro para cantar el Oficio de Difuntos. Tanto en él como en la misa el órgano sólo podía tocar como acompañamiento del canto.
El cadáver se colocaba si era presbítero, con la cabeza hacia el altar y, si no, al contrario, en el túmulo cubierto de paño negro, preparado en medio de la iglesia, sobriamente adornado con flores y velas (al menos dos) e, incluso, las insignias sacerdotales, los títulos y escudos nobiliarios o estandarte.
En el altar sólo se colocaban la cruz y seis candeleros, sin ningún adorno de flores, reliquias ni imágenes de santos, frontal de color negro, o morado si había reserva eucarística, con el pavimento del presbiterio desnudo, sólo con una alfombra morada o negra sobre la tarima.
Se abría el Oficio con el Invitatorio Regem cui omnia vivunt, al que sucedía, al menos, el Primer Nocturno de Maitines seguido de los Laudes. Si lo permitía la hora, a continuación se celebraba la misa exequial, que acaba en vez de con el Ite missa est con el Requiescant in pace. Las velas se distribuían y tenían encendidas al evangelio, desde antes del prefacio hasta la sunción del Sanguis y durante la absolución. Después de ella se tiene la oración fúnebre y, por último, la absolución sobre el cadáver, como apéndice y conclusión de la Misa de Requiem. Si no se celebraba la misa, la absolución seguía al Oficio.
Para ello, el subdiácono de la misa con la cruz, flanqueado por los acólitos ceroferarios, se colocaba a la cabeza del túmulo. El clero con velas encendidas se repartía a ambos lados de éste. El preste, con pluvial, diácono y presbítero asistente, si había, se colocaban en el lado frontero a la cruz. Todo preparado, se cantaba el responsorio Libera me Domine con sus oraciones complementarias, durante el que se rociaba con agua bendita e incensaba rodeándolo.
Terminados los ritos a celebrar en la iglesia, el cadáver era conducido al lugar de enterramiento con el mismo orden que se observó de la casa a la iglesia, en cuyo trayecto se cantaba la antífona In paradisum, que se podía repetir cuantas veces hiciera falta o añadir salmos graduales.
Existía la costumbre de hacer estaciones en el trayecto de los traslados, las posas o paradas, y asperjar el cadáver con agua bendita después del canto del Libera me, que aunque no aparecían en el Ritual y eran un signo de ostentación, se permitían oficiosamente por ser una pingüe entrada de centavos para los clérigos.
Llegados al lugar del sepelio, se entonaba la antífona Ego sum con el Benedictus, tras el que seguían unas plegarias durante las que se asperjaba y turificaba el cadáver, tras lo cual era sepultado.
Posteriormente el párroco asentaba en el Libro de Defunciones el nombre y edad del difunto, el de los padres o el del cónyuge, cuándo falleció, quién le administró los últimos sacramentos y cuáles y el lugar y tiempo de la sepultura.
PARTICULARIDADES DE LA MISA DE REQUIEM
Uso de ornamentos Negros
La misa rezada de difuntos llamada también de Requiem a causa de las palabras con que empieza su introito comporta una serie de reglas especiales, a saber :
· Al principio de la misa se omite el salmo Judica me, es decir : después de decir la antífona Introíbo ad altare Dei y la respuesta del ministro, el celebrante prosigue diciendo inmediatamente Adjutorium nostrum in nómine Domini y el resto (Confíteor, etc.) como de ordinario.
· Al comenzar a leer el introito no se santigua sino que apoyando la mano izquierda sobre el altar, con la derecha traza un signo de cruz sobre el misal. Después del versículo del psalmo no dirá Gloria Patri etc. sino que repite directamente el introito: Requiem aeternam etc.
· No se dice el Gloria in excelsis ni tampoco el Alleluia, sino que tras la Epístola se lee el gradual y la prosa o sequencia Dies irae.
· Antes del Evangelio no dice Jube Domine benedícere, ni Dominus sit in corde meo etc. Tampoco se besa el texto del Evangelio al final ni se dice per evangélica dicta etc.
· Al ofertorio no ha de trazar el signo de cruz sobre la vinajera pero sí debe recitar la oración Deus qui humanae substantiae etc. y al final del psalmo Lavabo inter innocentes no dice Gloria Patri etc. ni hace inclinación a la cruz.
· Al Agnus Dei en lugar de miserere nobis el celebrante dirá dona eis réquiem, y en lugar de dona nobis pacem dirá dona eis réquiem sempiternam. Se omiten los tres golpes de pecho, de manera que el celebrante recitará todo el Agnus Dei medianamente inclinado y con las manos juntas ante el pecho, sin apoyarlas sobre el altar.
· Se omite la primera de las oraciones de preparación a la comunión, es decir: la que empieza por Domine Jesu Christe qui dixisti.
· Al final de la misa en lugar de decir Ite Missa est dirá Requiescant in pace pero sin volverse de cara a los fieles sino permaneciendo de cara al altar. Y se responde Amén
Antes, como había más abundancia de clero, había más especialización: unos eran predicadores, otros directores espirituales, otros se dedicaban a la enseñanza... y también había los que se dedicaban sencillamente a administrar los sacramentos y a decir misas, eran los altaristas o curas de misa y olla. Normalmente, por ello, el predicador no era el que presidía u oficiaba la misa, sino que se limitaba a ocupar la "sagrada cátedra" o púlpito.
Ordinariamente, el sermón tenía lugar inmediatamente después del Evangelio. Al final de la misa en el caso de las oraciones fúnebres y de sermones extraordinarios, como anuncio de un jubileo o acción de gracias por un suceso.
El hábito del predicador era su hábito religioso en el caso de regulares. En las oraciones fúnebres, según Antoñana, los seculares usaban el negro ordinario sin estola. En los demás casos, si quien predicaba era el celebrante, lo hacía revestido de los ornamentos, cubierta la cabeza, dejando la casulla y el manípulo en la sede, a no ser que predicara en el lado del evangelio, sentado o de pie. Si era otro clérigo, con sobrepelliz y, supuesta costumbre inmemorial con estola con el oficio del día y, en algunos sitios, pluvial.
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